La corte de los ilusos de Rosa Beltrán:

Una historia femenina de la conveniencia, la traición, la ignorancia (o el ridículo),
la pasión (o el deseo reprimido) y la fantasía (o la locura)
en el Primer Imperio mexicano.

Por Lorena Ojeda Dávila

La primera y excelente novela de Rosa Beltrán reconstruye de manera magistral la vida de Agustín de Iturbide, primer Emperador de México, a partir de una perspectiva femenina. Los diecinueve capítulos en que se divide la obra, se desarrollan entre 1822 y 1824, años que corresponden a la coronación y al fusilamiento de este personaje, respectivamente. Esta novela histórica, aún cuando por definición es fictica, es un instrumento de aprendizaje válido y muy útil para conocer o enseñar este episodio de la historia de México . La obra en cuestión recupera refranes y dichos de la época, así como nombres de calles que realmente existieron en aquel momento, dulces típicos y otros platillos, al igual que gran parte del folklore del México de principios del siglo XIX. La corte de los ilusos, al girar en torno a personajes femeninos, recupera una historia femenina sin idealización ni subestimación. Es admirable la vitalidad que adquiere la obra al centrarse en mujeres, en sus sentimientos y sus pasiones.

La obra de Beltrán nos presenta un Iturbide profundamente consternado por el porvenir de la patria, pero también de su corte y de su familia, aspecto que ha sido casi completamente olvidado por la historiografía que lo ha estudiado . Siendo así, no resulta extraño que Beltrán haya decidido estructurar su trabajo en torno a la corte imperial, integrada por personajes pintorescos que en su mayoría son femeninos. Considero muy interesante este afán de Beltrán, ya que, como veremos, son las mujeres quienes dan vida y arman la obra. Es por eso que el objetivo de este análisis será demostrar que el eje principal de la novela son cuatro personajes femeninos: Ana María Huarte, Nicolasa de Iturbide, Rafaela (Marquesa de Alta Peña) y María Ignacia Rodríguez quienes según Beltrán, llegaron a influir excesivamente en el Emperador y, por lo tanto, a controlar a la corte y al Imperio en gran parte. Dentro de la gran teatralidad que esta obra encierra, estos personajes llegan a hacerse representativos del Imperio, es decir, cada una de ellas posee características particulares que pueden hacerse extensivas a diversos componentes del Imperio. Así, ellas cuatro se convierten en alegorías que, vistas con detenimiento, condensan el sentir y el actuar de los elementos cortesanos e imperiales.

Como he mencionado, la novela de Beltrán está escrita desde una perspectiva casi completamente femenina, rasgo que considero fundamental y que más adelante intentaré probar. Pero antes creo necesario señalar que La corte de los ilusos es una novela de los "venidos a más", o los "piojos resucitados" en términos populares mexicanos, dado su carácter de novela imperial. Primeramente, el carácter "elitista" de la obra, proveniente básicamente de personajes femeninos, se deja ver a todo lo largo de la misma, pero es particularmente notorio en el personaje de Madame Henriette. Esta modista francesa, llega a México cuando el Emperador aún era un niño y vivía en su natal Valladolid de Michoacán. Este personaje nunca se despoja de su vocabulario en francés, y mucho menos, de sus ideas de superioridad y el "caché" que le confería el derecho divino de su origen galo; es una mujer que en su interior se burla de la corte de opereta con la que trabaja: "Pero la hija de la Ilustración, que según Joaquinita habia nacido lo menos treinta años antes de la Revolución Francesa, se divertía de lo lindo con las señoras damas de la corte mexicana. A cada pregunta, negaba y sonreía con desprecio" (p. 13). Por su origen, y por lo que representaba en aquella época tener una modista francesa, Henriette adquiere una gran influencia en la corte; llega incluso a actuar insolentemente frente al Emperador, quien para ella no dejaba de ser aquel chiquillo de rizos rojizos a quien había cargado en brazos. Encuentro este personaje como representativo también de las aspiraciones o deseos fracasados de la corte, quienes por supuesto, no entendían ni media frase de las que Madame Henriette repetía constantemente, pero fingían ser poseedores de un gran bagage cultural francés . La corte, entonces, pretendía imitar a otras cortes de gran prestigio y alcurnia en Europa, cayendo en mucha ocasiones en el más puro ridículo. En la novela se muestra claramente cómo Ana María y Agustín de Iturbide se engolosinan con la idea de portar trajes similares a los usados por Napoleón y Josefina el día de la coronación ya que "si querían que el gobierno que iba a estrenarse dentro de poco tuviera algún lucimiento había que copiar adornos, modales y el ejemplo de un verdadero Imperio..." (p. 14). El mexicano, fue un Imperio de imitaciones fallidas; incluso muchas de las joyas imperiales no eran más que imitaciones: "Rafaela tranquilizó a Joaquinita le explicó que todas las insignias juntas no sumaban ni siete mil pesos porque, la mayoría, era de imitación" (p. 47).

Las mujeres de esa corte, de esa supuesta élite imperial, desdeñaban todo lo que tuviera que ver con el pueblo: "Que, en efecto, su Alteza había propuesto que todos serían iguales, pero que esto no quería decir, de ningún modo, que plebe y gente de bien vivirían igual no tenía por qué implicar igualdad ninguna. No en el sentido al que doña Ana aludía." (p. 31). Los "léperos" aparecen en la novela sólo como parte de un escenario en donde no cabían, aún cuando por sus aclamaciones (por manipulados que hayan sido) Agustín de Iturbide, Ana María Huarte y toda su corte disfrutaban de los privilegios del Imperio.

Una vez precisado lo anterior, me centraré en el papel de las cuatro mujeres a las que me referí al principio. Ellas son Ana María Huarte, esposa de Iturbide y, por consecuencia, Emperatriz de México; la princesa Nicolasa, hermana del Emperador; la prima Rafaela, Camarera Menor de la Corte, y por supuesto, la Güera Rodríguez, según rumores, amante del Dragón. En la novela ellas son las portadoras de la palabra, la voz. Predominan sus diálogos y sus acciones; predominan también sus espacios. Agustín de Iturbide termina siendo una víctima, un preso inconsciente de estas mujeres.

La figura de la vallisoletana Ana María Huarte Muñoz y Sánchez de Tagle responde ampliamente a las características de una Emperatriz ilusoria, es decir, ella intenta cumplir en todo momento con su papel de esposa y madre imperial, reprimiendo así hasta el más mínimo deseo de cambiar su situación de abnegación. Como personaje representando un papel ficticio, pero cuyos privilegios le encantan, sabe que tiene que callar y obedecer a su creador, Agustín Cosme Damián de Iturbide: "En cuanto a la esposa, ella debería ser el encanto que convirtiera el hogar en delicioso nido. Aunque no fuera Emperatriz, que lo era, aunque no fuera madre, ni maestra, ni institutriz, que también lo era, tan sólo por el hecho de ser mujer, ella, Ana María, debía concentrarse en la sagrada misión que había adquirido en el momento de ser bautizada con un nombre de mujer. Educar. Sonreír. Y callar. Y de esas tres cosas, sobretodo callar, señora" (p. 86). Este hecho es evidente cuando la Emperatriz es llevada al convento de San Juan de la Penitencia, contra su voluntad y a sabiendas de que su marido pasaba momentos íntimos muy agradables en compañía de la famosa por su belleza y mala reputación, Güera Rodríguez, según palabras de su confesor. Sin embargo, ella sabía que tenía que obedecer a su esposo, quien le había ordenado con cinismo ser prudente y aguantar: "Las mujeres han de estar entre mujeres, a fin de conservar su reputación en tiempos difíciles y ocasionar a sus maridos el menor número de problemas" (p. 157). Ana María sabía que después de dejarla enclaustrada, Iturbide se dirigiría velozmente a casa de su querida, lo cual sucedió tal cual, para desgracia de la Emperatriz. Dice Beltrán: " La Emperatriz iba sustituyendo el despecho por la convicción de una extraña superioridad no importaba a donde fuera, iba dentro de un elegante carruaje, el carruaje imperial, y desde él veía cómo la calle se iba llenando de léperos" (p.164). Obviamente era una EMPERATRIZ, pero estaba representando un papel que los demás esperaban de ella, tenía que cumplir con las expectativas de los demás dentro de una sociedad extremadamente machista y lo que era peor, imperial . Repetidamente se hacen aluciones en el texto a situaciones de machismo, en las cuales los hombres creen ilusoriamente que ellos son quienes tienen la última palabra, cuando vemos, paradójicamente que no es así. Buenos ejemplos de esto son los comentarios del Marqués de Salvatierra: "Si he de seguir sentado en el flaco de la mesa, pido, cuando menos, que las señoras piensen un poco antes de hablar"(p. 29); del diputado Muñoz: "Pero señoras mías ¿Por qué no atender a las labores propias del bello sexo y dejar que sus maridos se ocupen de estos engorrosos asuntos?" (p. 30); de Pedro Celestino Negrete: "¿Qué clase de país es éste que cae rendido ante hombres que se hacen llamar como mujeres, o peor, como vírgenes, o ante curas enfaldados que se encierran en los confesionarios a susurrarles injurias al oído?; y del propio Iturbide: "Yo no soy hombre que se amilane delante de faldas" (p. 103).

Volviendo al caso de Ana María, además de su abnegación es muy visible en ella la conveniencia por conservar su título y sus privilegios. En el Palacio de Moncada tenía casi todo cuanto podía desear: desde joyas imperiales (que después tendría que vender para sufragar la manutención de su familia en el exilio), ropajes dignos de una Emperatriz, vajillas finísimas de porcelana, mobiliario de primera calidad, suficiente servidumbre como para ayudarla con sus siete hijos y el que venía en camino, y demás artefactos de lujo. La autora nos presenta una imagen completa de la Emperatriz, desde sus desplantes, su creencia en la superioridad de su estirpe, su rechazo al populacho o a los "léperos" nombre común en la época; su apatía como figura principal y como mujer, su vanalidad, su desesperación hacia el final de la novela al llegar a imaginar que "la locura es el único lugar soportable de esta tierra" (p. 216) y, finalmente su rechazo a la muerte de su esposo al evadir la realidad: "Y no encontraba mejor respuesta que dejarse hundir en los pormenores de esa relación fantástica escuchando atenta, observando, cuestionando. Es decir, comenzando a olvidar" (p. 259). Así, resulta coherente su actuación de acuerdo con la lógica interna que Beltrán le ha impuesto; es una Ana María Huarte, Emperatriz de México, muy verosímil y que, curiosamente, corresponde muy bien a la Ana María Huarte que la historia nos ha dibujado.

En el caso de la princesa Nicolasa la situación es muy diferente. La solterona sexagenaria sufría de males mentales que la hacían desear llevar sus fantasías a la realidad y, por lo tanto, cometer toda clase de desvaríos y ridiculeces. Era una calamidad para los cortesanos, pero es tal vez, el personaje más pintoresco de la obra. Beltrán logra que el lector se introduzca de tal forma en el texto, que aguarde con especial atención las nuevas locuras de Nicolasa (después de referir graciosamente el empecinamiento de la princesa por lucir un escandaloso "vestido amarillo con volandas y una corona de flores en el pelo" (p. 25) el día de la coronación). Ésta, enamorada del entonces brigadier Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna, no hace más que soñar con él y añorar un momento de pasión desenfrenada con el mismo. El encuentro de estos dos personajes en la fiesta que ofrece el Emperador es un claro indicio de los deseos sexuales reprimidos de Nicolasa, en palabras de Rosa Beltrán: "el brigadier aproxima la diestra de la Princesa a sus labios, la besa. Un conjunto de nervios y huesos tiembla al contacto de la boca húmeda. Pero hay algo más: el joven militar se aventura con la lengua por entre los surcos de los dedos Está sentado junto a ella hablándole al oído, sin embargo ella lo imagina de pie, con las piernas abiertas delante de Su Alteza Nicolasa Un poco más arriba de los muslos, he ahí el sitio innombrable que una virgen de sesenta años no se atreve a bautizar Acerca la mano, libera uno a uno los botones. Siente el paño suave entre sus dedos Pero la mano renuncia a esta fascinación. Separa esa cortina doble con cierta ansiedad. Algo surge amenazante; algo que se yergue y se eriza al contacto de una mano Con la palma vuelta hacia arriba ella toma eso que aún no tiene un nombre, lo aprieta, lo aproxima, delicada, golosamente" (p. 76 y 77).

Pareciera al lector que Beltrán ha inventado el romance entre Nicolasa y Severino para dar un tono cómico a la demencia de la princesa; sin embargo, Santa Anna en realidad tuvo intenciones de comprometerse con la hermana de Iturbide, según cuenta el historiador Rafael H. Valle, quien agrega que esta situación fue un grave motivo de discordia entre estos dos personajes. Iturbide se vio literalmente obligado a correr a Santa Anna del Palacio y mandarlo de regreso a Veracruz, humillación que este último jamás perdonaría y que lo llevaría a proclamar el Plan de Casa Mata.

Aún cuando la princesa Nicolasa sufre de delirios y alucionaciones hacia los últimos capítulos de la novela, podemos notar con sorpresa que es ella quien le abre los ojos a Iturbide, quien lo empuja a adbicar al trono después de decir en su presencia (mientras tenía un sueño de amor con Santa Anna): "Me encuentra usted algo indispuesta, brigadier" y, luego, al oir que su hermano Agustín se encontraba en la habitación dijo: "Corre a esconderte, Severino! Ahí está otra vez Agustín Ay, Dios Mío, por él lo hemos perdido todo!" (p. 210). Esta paradoja de la novela, que Beltrán escoge conscientemente, revela a Iturbide el sentimiento y pensar de su corte hacia él y su Imperio: ¿Dónde había estado su mujer, si es que podía saberse en qué lugar mientras el germen del mal se extendía en su mesa y junto a su cama?" (p. 154).

El caso de la Primera Marquesa de Alta Peña y Camarera Menor de la Corte, mejor conocida como la prima Rafaela, ilustra la pasión, o el deseo reprimido, pero también la conveniencia y la traición. Como todos los miembros de la corte imperial, Rafaela representa un papel que le es ajeno, aunque ella sea quien mejor y más naturalmente lo lleva a cabo. El hecho de ser Camarera Menor le permite estar muy cerca de la familia imperial, sobre la que tiene mucha influencia. Es especialmente eficaz en hacerse escuchar por la princesa Nicolasa o en convencerla de ciertas cosas, como que hay que regresar al Palacio (el día que a Nicolasa se le ocurrió perderse en la ciudad). Por su parte, los Emperadores le tienen una confianza ciega, tanto así que le permiten decidir y votar sobre asuntos importantes para el Imperio, tales como el nombramiento de los miembros de la Orden de Guadalupe. Pero a la prima Rafaela se le ocurrió en mal momento enamorarse de Fray Servando Teresa de Mier, quien aparece en la novela rodeado de un velo de misticismo. Personaje oscuro y enigmático, es como un ave de mal agüero para Iturbide, quien comienza a temerle y planea nulificar su influencia, una vez que haya comprobado si es parte de la conspiración en su contra. Esta pesquisa lo lleva a descubrir con horror que la prima en la que tanto habían confiado y a la que habían rodeado de lujos y privilegios, es cómplice de tan nefasto religioso; es una traidora y enemiga en su propia casa. El motivo: una pasión absurda y, otra vez, un deseo reprimido de Rafaela hacia Fray Servando. Dice Beltrán: "Imaginaba el momento en que Fray Servando entraría a San Agustín de las Cuevas, rodeado de una luz y se veía a sí misma inclinándose a besar su mano y ofreciendo sus servicios para curar enfermos, enviar mensajes, recabar limosnas y hasta conspirar contra su propia familia si él lo consideraba necesario" (p. 114). Pero resulta que tiene que reprimir sus ansias de "suplicarle que le permitiera morir un poco al dejar que su boca muda pudiera acariciar la mano larga y nerviosa que tenía delante Porque aunque fuera muy viuda y muy Primera Marquesa de Alta Peña tenía una como lava desesperada corriéndole en vez de la sangre que no parecía ser azul, y sentía que el corazón perdía el ritmo y comenzaba un compás enloquecido Que le dijera cómo calmar esta lucha enconada que los órganos internos comenzaban entre sí apenas oían decir su nombre Que la llevara lejos, donde ella pudiera sentirlo entre sus muslos, desafiando las llamas del infierno de ella con esa lengua mordaz y terrible de fraile descontento" (p. 115 y 116). La Marquesa "sabe que nadie puede darse a un hombre si no lo ha conocido antes en sueños, pero ella ha pasado noches en vela, junto a él" (p. 117). Rafaela llegó incluso a poner en riesgo su persona al acudir diariamente a la prisión, con disfraces distintos, a llevarle noticias y ayuda al fraile, para que pudiera darse a la fuga (p. 203).

Lo que es notable es que, a pesar de su pasión por el fraile y sus ideas, Rafaela nunca estuvo de acuerdo con instaurar una monarquía en México, ya que desde los preparativos para la coronación (a los que ella considera una ridiculez) pensaba que ojalá llegara el día en que ese mal sueño terminara; sin embargo, también se deja querer por las delicias de formar parte de la corte, y muy en contra de sus principios republicanos, si así se les puede llamar, participa ampliamente del Imperio.

Por su parte, la famosísima María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio, la Güera Rodríguez, aún cuando no aparece directamente en la novela, es también una de las mujeres más importantes de la novela. Amante del Emperador desde hacía algún tiempo, la Güera reúne esas extrañas cualidades que la hacen irresistible ante cualquier hombre. Es, en primer lugar, la representante de la pasión irrefrenable. Es una mujer que se deleita con ofrecer a Iturbide lo que su mujer seguramente le ha negado; que no tiene límites, según hace constar el largo historial de hombres que han pasado por su alcoba. Esta mujer llena las fantasías y pasiones del Emperador, quien tiene una gran confianza en ella, como consta en el pasaje donde, después de abandonar a su esposa en un convento ante los rumores de conspiraciones en su contra, Iturbide se dirige a casa de la Güera de quien "no quería más que oir a la amiga. No pretendía sino abrirse al único ser sobre la Tierra en cuya opinión hubiera podido confiar en ese momento" (p. 182). El también la admira: es una mujer capaz de romper el estereotipo de la fémina abnegada, ignorante y sumisa que se mantiene viva a la sombra de su marido; la Güera opina libre y deliberadamente de la situación política del país sin miedos, ríe a carcajadas, intercambia palabras coquetas con quien la piropea, ofrece divertidísimas tertulias a los hombres que le interesan (con todo el rencor y la inexplicable resignación de sus respectivas mujeres), exige incluso en los peores momentos, llena su cuerpo de objetos lujosísimos y parece gustar en extremo de todo ello (p. 192). Desde que la conoció, cuando aún era "un simple capitán, experimentó una opresión en el pecho y en las ingles cuando un ángel con ojos y cuerpo de pecado capital se acercó a darle la bienvenida y le extendió la mano tampoco había visto un rostro tan perfecto ni tan en desacuredo con el carácter de su dueña" (p. 181) y cayó embelesado ante sus encantos.

La Güera es blanco de chismes, rumores, desprecios, etc. que disfrazan una profunda envidia y deseo de las "damas de sociedad" por parecerse siquiera un poquito a ella. El comentario que la madre Benita hace a la Emperatriz en el convento, cuando ésta le dice con desdén a la monja que sus rezos nada podían hacer junto al brillo de los ojos de la Güera, ejemplifica esta situación: "El brillo no viene de los ojos, sino de los brazaletes. Pero deja que se los quite y ya verás" (p. 191). Seguramente la madre Benita supo de la existencia y las andanzas de María Ignacia por boca de Ana María, pero sería muy probable que este tipo de comentarios se hicieran por los demás miembros femeninos de la corte, o de las élites del Imperio. Porque el sexo masculino no compartía esta opinión; para ellos, la Güera era motivo de admiración y deseo; tanto así que Pedro Celestino Negrete comentó en una ocasión (como respuesta a la aseveración del obispo Pérez sobre que la belleza del cuerpo está en directa proporción con la del alma): "Si lo que dice es cierto, señor obispo, entonces la Güera Rodríguez debe tener el alma muy pura" (p. 99).

Pero, a la vez, la Güera personifica una dignidad acorde con su situación de amante al rechazar la invitación que la Emperatriz le había hecho de formar parte de la corte, hecho que, seguramente, la hacía aún más atractiva a los ojos de Iturbide; la "dignidad", ese elemento que, por extrañas razones, se vuelve un poderoso atributo de quienes ejercen el oficio de amantes.

Como hemos visto, estas cuatro mujeres son muy importantes en la vida de Iturbide y representan las características principales del Imperio: conveniencia, pasión, traición, fantasía y locura, pero a la vez, una profunda ignorancia al convertirse en imitadoras de cánones impuestos por cortes extranjeras. Conscientes o inconscientes de su papel, todas tratan de mantener sus privilegios aún en contra de sus principios (este rasgo es nulo en la Güera, quien al parecer actuaba perfectamente acorde a sus intereses). La novela nos las presenta como personajes paradójicos y como pares contrarios: mientras Ana María es completamente diferente a María Ignacia, anhela en su interior ser como ella; mientras que Rafaela es una mujer aparentemente coherente, educada y siempre atenta a las necesidades de sus primos, Nicolasa aparece como una demente despreocupada de cuanto pueda perjudicar o parecer ridículo a su familia. Paradójicamente, es Nicolasa mucho más coherente y sincera con sus deseos que lo que Rafaela lo es. No argumento que Rafaela no haya actuado de acuerdo con sus deseos al ayudar a Fray Servando, o al distribuir propaganda republicana, pero sí considero que ocultó sus creencias y sentimientos por mucho tiempo debido a los privilegios que le daba ser parte de la corte; ella habría podido, como Josefa Ortiz de Domínguez, o la misma Güera Rodríguez, renunciar a sus cargos y títulos en favor de sus principios, pero no lo hizo.

Finalmente, presentaré a manera de conclusión los puntos que considero principales de La corte de los ilusos:

Es una novela femenina, es decir, los diálogos, las acciones y los espacios más importantes provienen de mujeres.

Aunque el machismo aparece como un discurso dominante en el Imperio, considero que Beltrán se burla de él y lo destruye. Para esto construye cuidadosamente un discurso femenino oculto que permite inferir que quienes realmente influyen y pesan en la corte son las mujeres.

Las cuatro mujeres principales: Ana María, Rafaela, Nicolasa y María Ignacia, aparecen como alegorías; es decir, ellas no sólo tienen papeles individualmente, sino que son representantes de las características, los modos de ser y de actuar de toda una época dentro de la historia de México, y que se pueden resumir en conveniencia, traición, ignorancia, pasión y fantasía (con sus respectivas modalidades). En este sentido, también Madame Henriette tiene un rol importante, ya que representa ese afán de falsa superioridad de los miembros de la corte.

El fracaso es un elemento visible a lo largo de toda la novela que adquiere diferentes matices e intensidades en cada una de las personalidades que se presentan. Sus más claras expresiones femeninas son Ana María, Nicolasa y Rafaela ya que a fin de cuentas ninguna logró realizar sus deseos ni sus aspiraciones.

Por lo anterior, es posible afirmar que la novela contiene una gran teatralidad, en otras palabras, cada personaje encierra características propias y ajenas, que les confieren un alto grado de representatividad. A este hecho contribuyen las situaciones que Beltrán desarrolla y su habilidad para incluir elementos de la vida cotidiana en la novela.

Esta obra permite al lector conocer profundamente el carácter y los sentimientos de los personajes femeninos que toman parte en ella. Permite sentir con ellas, sufrir y reír con ellas. Beltrán ha hecho un magnífico trabajo al presentárnoslas como seres humanos creíbles, coherentes con su papel, verosímiles.

 

Bibliografía:

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